LA PRIMERA NAVIDAD DE ULISSES
LA PRIMERA NAVIDAD DE ULISSES
Subía por Arco de Cuchilleros en dirección a la
Plaza Mayor; las manos en los bolsillos, la legaña aún puesta y ese caminar
desgarbado y cansino que da la necesidad; andaba encorvado, no se sabe si por
el peso de la mochila o por aquel frío que se le metía entre los huesos. Los
inviernos de Madrid en nada se parecían a los benevolentes inviernos de su país
natal.
Ulisses Menjíbar, natural de Cabo Verde, se mal ganaba la vida haciendo caricaturas a los turistas despistados que se dejaban convencer; trapicheaba vendiendo tabaco y, cuando había suerte, descargaba algún camión de pescado en Mercamadrid. Con todo eso apenas si podía pagar el alquiler de una habitación, compartida con dos manteros senegaleses, en el barrio de Lavapiés. Sabía que sus condiciones de vida no eran fáciles y que quizás nunca mejorarían, pero prefería mil veces esta precariedad que las dentelladas que el hambre le daba en su país de origen. Por eso, una noche en que la luna brillaba en bajamar, lanzó su esperanza al agua y se la jugó en aquella escapada, en aquella huida a la desesperada: “¡directo al paraíso!” —se dijo—y desde entonces no ha dejado de buscar ese lugar en el mundo que sabe que le corresponde. Tenía elegido su sitio en un rincón soleado de la Plaza. Cada mañana llegaba y sacaba de su mochila un pequeño caballete, hojas en blanco y lápices de carboncillo y a esperar que apareciera algún cliente. Entretanto pegaba la hebra con el chino que vendía claveles o el rumano que hacía volar imposibles aparatos, o ayudaba a Catalina a colocar su carrito lleno de barquillos y otras golosinas. Catalina vivía en La Cañada Real y era la veterana de la plaza; regañona y malhablada y, sin embargo, el alma mater de la venta ambulante, siempre al tanto de lo que pasaba a su alrededor.
— ¿Qué hay negro? Parece como si tuvieras frío.
—No lo parece Catalina, lo tengo— contestó Ulisses frotándose las manos.
— ¡Mira que eres flojo, chaval!
—Soy de un país caliente, amiga. A mí el frío no me va.
— ¡Ya se ve! ¡Si hasta parece que estás descolorido! — rio estrepitosamente Catalina-—Anda, recoge la carpeta que te invito a un café a ver si me cambias de color.
Esa mañana había empezado a haber movimiento en la Plaza Mayor. Ulisses no paraba de observar cómo se construían instalaches a una velocidad de vértigo para albergar tiendas con objetos variopintos dedicados a una fiesta cristiana llamada Navidad. Mientras Catalina acompañaba a Ulisses a tomarse el café prometido le fue explicando las costumbres de nuestro país en esta época, le habló del derroche decorativo y culinario en la mayoría de las casas, de los miles de euros que se gastaban en ostentosas iluminaciones, en opíparas cenas de empresas, en regalos que nadie necesitaba; le habló de las familias y amigos, del amor que en estas fechas se prodigaban, de lo feliz que todo el mundo parecía.
—¿Y tú, Catalina?—interrumpió Ulisses— ¿Tú también eres feliz en Navidad?
—¡Qué voy a ser! Eso de la felicidad es una mentira que nos quieren hacer creer a los pobres, claro que si tuviera la suerte de que en mi barrio nos dieran la luz para la cena de Nochebuena quizás me pondría feliz y seguro que me entrarían ganas de hacerme un guiso rico y comérmelo tranquilamente al calor del brasero viendo un ratito la televisión. Es más, si eso sucediera, a lo mejor te invitaba a que vinieras conmigo a cenar.
—¿Lo harías de verdad? Yo soy un extranjero, no me conoces de nada.
—Conozco tu corazón, y eso es suficiente. Además, tú estás tan solo como yo, lejos de tus familiares y en estas fechas una se acuerda de las personas que quiere, siente nostalgia, las echa de menos.
— No sabía que recordar y querer estar con los seres queridos tuviera una fecha. Yo me acuerdo de los míos todos los días.
— Tienes razón. No le hagas caso a esta vieja loca.
¡Anda! Entra para el bar que te vas a congelar aquí fuera. Vamos a dejar el
tema y no me preguntes más de la Navidad que me pongo tontorrona.
— Si tú quieres Catalina, en mi piso patera hay luz y
gente para compartir. ¿No te gustaría venir a mi casa esa noche? Para nosotros
no es Navidad, es un día más para dar las gracias por estar vivos. ¿Qué me dices?
¿Te vienes?
Catalina miró a Ulisses con una infinita ternura
como si estuviera mirando a ese hijo que nunca llega por Navidad y luego se
colgó de su brazo.
—Dos con leche — ordenó Catalina apoyando sus manos en el mármol de la barra desde donde pudo contemplar el alegre paseíllo de dos cucarachas que corrían a esconderse detrás de la vieja cafetera—
—Ulisses— prosiguió la anciana señalando las cucarachas— me parece que hoy vamos a comer carne antes de mediodía.
—Síii, eso creo yo también— contestó él guiñándole un ojo—
Frente a ellos, en el otro extremo de la barra, un cliente no paraba de mirarlos mientras escupía en el suelo y les dedicaba gestos obscenos. Catalina se dio cuenta y le hizo una señal de desafío: su mano derecha insinuó un corte de cuello. El hombre bajó la cabeza, sacó unas monedas de su bolsillo, pagó la consumición y salió del bar como si le persiguieran los demonios.
Las voces de Ulisses y Catalina se perdieron entre los sones de un villancico, el ruido de las tazas, el tintineo de las cucharillas, el chirriar de la vieja cafetera, las conversaciones de los clientes y el pulular de las cucarachas.
María J. LLanos
Ulisses Menjíbar, natural de Cabo Verde, se mal ganaba la vida haciendo caricaturas a los turistas despistados que se dejaban convencer; trapicheaba vendiendo tabaco y, cuando había suerte, descargaba algún camión de pescado en Mercamadrid. Con todo eso apenas si podía pagar el alquiler de una habitación, compartida con dos manteros senegaleses, en el barrio de Lavapiés. Sabía que sus condiciones de vida no eran fáciles y que quizás nunca mejorarían, pero prefería mil veces esta precariedad que las dentelladas que el hambre le daba en su país de origen. Por eso, una noche en que la luna brillaba en bajamar, lanzó su esperanza al agua y se la jugó en aquella escapada, en aquella huida a la desesperada: “¡directo al paraíso!” —se dijo—y desde entonces no ha dejado de buscar ese lugar en el mundo que sabe que le corresponde. Tenía elegido su sitio en un rincón soleado de la Plaza. Cada mañana llegaba y sacaba de su mochila un pequeño caballete, hojas en blanco y lápices de carboncillo y a esperar que apareciera algún cliente. Entretanto pegaba la hebra con el chino que vendía claveles o el rumano que hacía volar imposibles aparatos, o ayudaba a Catalina a colocar su carrito lleno de barquillos y otras golosinas. Catalina vivía en La Cañada Real y era la veterana de la plaza; regañona y malhablada y, sin embargo, el alma mater de la venta ambulante, siempre al tanto de lo que pasaba a su alrededor.
— ¿Qué hay negro? Parece como si tuvieras frío.
—No lo parece Catalina, lo tengo— contestó Ulisses frotándose las manos.
— ¡Mira que eres flojo, chaval!
—Soy de un país caliente, amiga. A mí el frío no me va.
— ¡Ya se ve! ¡Si hasta parece que estás descolorido! — rio estrepitosamente Catalina-—Anda, recoge la carpeta que te invito a un café a ver si me cambias de color.
Esa mañana había empezado a haber movimiento en la Plaza Mayor. Ulisses no paraba de observar cómo se construían instalaches a una velocidad de vértigo para albergar tiendas con objetos variopintos dedicados a una fiesta cristiana llamada Navidad. Mientras Catalina acompañaba a Ulisses a tomarse el café prometido le fue explicando las costumbres de nuestro país en esta época, le habló del derroche decorativo y culinario en la mayoría de las casas, de los miles de euros que se gastaban en ostentosas iluminaciones, en opíparas cenas de empresas, en regalos que nadie necesitaba; le habló de las familias y amigos, del amor que en estas fechas se prodigaban, de lo feliz que todo el mundo parecía.
—¿Y tú, Catalina?—interrumpió Ulisses— ¿Tú también eres feliz en Navidad?
—¡Qué voy a ser! Eso de la felicidad es una mentira que nos quieren hacer creer a los pobres, claro que si tuviera la suerte de que en mi barrio nos dieran la luz para la cena de Nochebuena quizás me pondría feliz y seguro que me entrarían ganas de hacerme un guiso rico y comérmelo tranquilamente al calor del brasero viendo un ratito la televisión. Es más, si eso sucediera, a lo mejor te invitaba a que vinieras conmigo a cenar.
—¿Lo harías de verdad? Yo soy un extranjero, no me conoces de nada.
—Conozco tu corazón, y eso es suficiente. Además, tú estás tan solo como yo, lejos de tus familiares y en estas fechas una se acuerda de las personas que quiere, siente nostalgia, las echa de menos.
— No sabía que recordar y querer estar con los seres queridos tuviera una fecha. Yo me acuerdo de los míos todos los días.
—Dos con leche — ordenó Catalina apoyando sus manos en el mármol de la barra desde donde pudo contemplar el alegre paseíllo de dos cucarachas que corrían a esconderse detrás de la vieja cafetera—
—Ulisses— prosiguió la anciana señalando las cucarachas— me parece que hoy vamos a comer carne antes de mediodía.
—Síii, eso creo yo también— contestó él guiñándole un ojo—
Frente a ellos, en el otro extremo de la barra, un cliente no paraba de mirarlos mientras escupía en el suelo y les dedicaba gestos obscenos. Catalina se dio cuenta y le hizo una señal de desafío: su mano derecha insinuó un corte de cuello. El hombre bajó la cabeza, sacó unas monedas de su bolsillo, pagó la consumición y salió del bar como si le persiguieran los demonios.
Las voces de Ulisses y Catalina se perdieron entre los sones de un villancico, el ruido de las tazas, el tintineo de las cucharillas, el chirriar de la vieja cafetera, las conversaciones de los clientes y el pulular de las cucarachas.
María J. LLanos
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