POR AHÍ VAN
POR AHÍ VAN
«Por ahí van,
por ahí van,
son hombres que se mueren
sin haber visto la mar…»
(Pablo Guerrero)
Desde que murió Casilda,
la casa dejó de ser para Pedro ese sitio impregnado de orden y olor a puchero.
Dejó de ser ese remanso de calma donde cobijarse, el hogar al que uno vuelve
sabiendo que, al otro lado de la puerta, te espera una mano tendida, una dulce
compañía que te ayuda a sobrellevar el peso de los años y comparte contigo esa
soledad que sienten los viejos cuando el nido se va quedando vacío. La vida se
le había puesto cuesta arriba a Pedro. Sin la energía de ella para sacar el
diario adelante no sabía cómo desenvolverse, por no saber no sabía ni ir al
único cajero que había en el pueblo para sacar el dinero de la pensión, claro
que,según había oído decir, iban a terminar quitándolo; no era rentable
mantenerlo allí para cuatro viejos que quedaban, lo mismo pasaba con el médico
y con las tiendas de comestibles.
A Pedro le gustaba recordar los días en los que
en el pueblo había niños que inundaban las calles con su griterío, y jóvenes
que hacían que la vida fuera más llevadera. Pero lo jóvenes, como sus hijos,
habían volado del nido en cuanto que se enteraron que había otra vida fuera de
los cercados del pueblo. Venían a veces, sí, incluso se habían comprado algún
terreno para construirse una casa de veraneo, pero el día a día nadie lo
quería. Sin oportunidades de trabajo bien pagado, los olivos y las ovejas no
daban para comer. Y en este éxodo se habían llevado por delante todas las cosas
que antes daban entidad al pueblo.
Pedro nunca quiso dejar su terruño y eso que
su hijo mayor le tenía ya buscado un oficio en la capital como portero de una
finca donde le daban casa. Ni Casilda ni Pedro vieron con buenos ojos la
propuesta de sus vástagos. Ellos se quedarían aquí. Serían los guardianes del
pequeño patrimonio que un día dejarían a sus herederos.
¿Y ahora, qué? —se
preguntaba Pedro —¿Qué iba a hacer él en esta soledad?
La desgana había hecho mella en aquel anciano;
le daba igual que la desidia se hubiera instalado en su casa y campara a su
antojo invadiendo todas las estancias. Ya ni se ocupaba de partir la leña y
almacenarla para el invierno que se avecinaba, ni de recoger las últimas
calabazas desperdigadas por el huerto.
Hacía días que en sus noches insomnes había
creído oír ruidos en la parte baja de la casa. Sería algún gato a la caza de
ratones, pensaba. Desde que no bajaba a poner orden en aquella sala oscura,
intuía alimañas disfrutando del espacio. Pero una de esas noches, un tremendo
estruendo le sobresaltó: de un brinco salió de la cama, cogió una linterna y su
cayado y se dispuso a bajar las escaleras que conducían al sótano. Todo estaba
en silencio. Sólo se oía su fatigosa respiración; parecía que cada trasto
estaba en su lugar. Al darse la vuelta para regresar, el haz de luz de la
linterna se enfrentó a unos ojos asustados que intentan cobijarse debajo de la
albarda apoyada en la pared.
-
¿Quién anda ahí? – gritó Pedro blandiendo
su cayado.
-
¡No me pegue, señor! – contestó una voz temerosa
mientras salía de detrás de la albarda un joven, de no más de 15 años, con las
manos levantadas – Me llamo Alí. ¡Tengo hambre, señor!
Y sin saber por qué
extraña razón, Alí ocupó, desde ese día, el lugar que Casilda dejó vacío en el
corazón de Pedro y pasó a ser la savia joven de un pueblo que no estaba
dispuesto a morir.
María J. LLanos
LA ESPAÑA VACIADA.
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