LESIA
VOCES DE UCRANIA
LESIA
Me llamo Lesia, tengo
veinticinco años y vivo en la ciudad ucraniana de Kiev. Hoy, 23 de febrero de
2022, espero anhelante el momento en que mi bebé decida asomar su cabecita y se
desperece y rompa con su llanto la quietud de este día de invierno. Fuera el frío se cobija bajo un tupido manto
de nieve. Las calles están desiertas y yo, sentada en el sillón de la abuela,
acurruco mis sueños mientras acaricio la redondez puntiaguda de mi barriga. Pienso
en Dimitri, mi marido, que está lejos, en España, buscándose la vida y que no
podrá estar a mi lado para ver a su hijo nacer. Mis hermanos, Yure y Demyan,
entretienen el tiempo mirando sus teléfonos móviles con gestos de preocupación.
Mamá apostada junto a la ventana teje, entre suspiros, un gorrito blanco
mientras papá sacude su tos y carraspea al compás que rellena su pipa y la
enciende. Después, con mano temblorosa, conecta el televisor. El presentador
del informativo de las nueve lee el titular del Diario Nacional: "Estados
Unidos alerta de que las tropas rusas están listas para una invasión inminente
de Ucrania a gran escala”. Todos levantamos la cabeza y escuchamos con
atención. A mamá se le dibuja un rictus de tristeza en su rostro, suelta la
aguja de tejer y traza una cruz sobre su frente y su pecho. Mi bebé se
estremece dentro de mí y siento una fuerte punzada en mi bajo vientre. El
tiempo se queda suspendido en el salón...
La noche nos envuelve. Nadie se atreve a dormir. Un destello de luz ilumina la casa, después sirenas y voces metálicas alteran el silencio. Surge, como de la nada, el bullicio: gentes en tropel corriendo de acá para allá, puertas que se abren y se cierran, niños que lloran sorprendidos en sus sueños y más sirenas y esas voces metálicas que no paran de repetir un angustioso mantra: «¡Bombardeo inminente, abandonen las casas, bajen a los sótanos y a los refugios!, repito, ¡bombardeo inminente!…»
Se oye el rugir de
aviones que surcan el cielo amenazando la calma. De pronto me veo arrastrada
por la mano de mi padre que tira de mí y de mi madre. Mis hermanos cogen unas
mantas y juntos salimos, escaleras abajo, buscando un lugar dónde guarecernos
en el sótano del edificio. Justo al descender el último escalón noto un dolor
agudo seguido de una contracción. Instintivamente sujeto mi barriga y me pongo
en cuclillas. Un chorro de líquido caliente baja por mis piernas hasta formar un
charco en el suelo. Yure, que viene detrás de mí, me coge en sus brazos y me
lleva hacia dentro. Un gran estruendo y el crujir de cristales rotos nos
ensordece. El sótano se queda sin luz. Aprieto mis nalgas, respiro todo lo
profundo que puedo e intento amortiguar una segunda contracción. No quiero que
mi hijo venga al mundo en esta terrible oscuridad.
Las primeras luces
del alba se cuelan por el gran portón. Una nueva contracción hace que me encoja
en la manta. Ya no podré aguantar más. Ayudada por mis hermanos alcanzamos la
calle. Demyan pone su coche en marcha y partimos, sorteando obstáculos, camino
del hospital. Mamá, sentada a mi lado, sujeta mis manos, mientras yo retomo el
ritmo acelerado de mi respiración. Sujeto mi cabeza contra el cristal de la
ventanilla mientras recorremos la Gran Avenida. Un paisaje dantesco se muestra
ante mis ojos: edificios a medio derruir, calientes aún, humeantes después del
impacto de las bombas; amasijos de coches apostados bajo las fachadas ; transeúntes
deambulando por simulacros de acera, sorteando enormes baches entre los
escombros; ambulancias y camiones de bomberos recorren las calles circulando a
toda velocidad. Y dentro de esta escena estoy yo y mi bebé que empieza a
abrirse camino entre mis piernas. Entramos en el hospital por una puerta semi
derruida. Unos hombres intentan despejar la entrada apartando cristales y
amasijos de hierro para que pueda entrar la camilla donde me trasladan. Luces
de emergencia y un paritorio improvisado en los bajos del edificio serán el
escenario dónde mi bebé verá la luz por primera vez.
Un sentimiento agridulce me inunda cuando la comadrona pone
a mi hijo sobre mi pecho. Miro su carita sonrosada, le rodeo con mis brazos, le
aprieto fuerte contra mí y le busco un cobijo seguro al lado de mi corazón. «¿Y
ahora qué?», le digo, «¿qué será de ti, mi amor?» «¿A qué mundo acabas de
llegar?»
Demyan nos acompaña a
mí y a mi hijo a la frontera con Polonia. Mi padre y mi madre no quieren
marcharse de su tierra y mis hermanos irán voluntarios a defender a nuestro país
de las fuerzas invasoras. Todo es un sin sentido. Yo tengo que poner a salvo a
mi bebé. De la noche a la mañana me he convertido en una refugiada. Nos queda un largo, lento y difícil camino. Dimitri
nos espera al otro lado.
María J. Llanos.
Me parece una historia tan triste como bonita pero llena de esperanza y la esperanza trae ilusión y la ilusión. Felicidad.
ResponderEliminarMe parece un relato precioso, que por desgracia se puede parecer a situaciones que se estén viviendo, realismo puro y duro..
ResponderEliminarMaravilloso y tristemente real, relato,M.Jesús. Magistralmente escrito. Has sabido llegar al corazón y hacernos ver como se ve la vida en la piel de un refugiado. Muy estremecedor.
ResponderEliminar(Alguien mandó este comentario confundido a otra entrada, por eso yo lo he copiado aquí que es donde corresponde)
Triste pero buen relato. Ojalá hoy se llegue a algun acuerdo para acercar posiciones. Ojalá todo esto, pare. La realidad s veces supera la ficción. Esperamos la continuación del relato que ojalá tenga un final feliz
ResponderEliminar¡Ojalá!
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