LA SEÑORITA LOLI. (Mi mejor maestra)
LA SEÑORITA LOLI.
Pertenezco a una
época en que en la escuela todo se aprendía cantando: las tablas de
multiplicar, los ríos de España, los pecados capitales, los límites patrios… Es
esa cantinela, tantas veces repetida, la que me hace retroceder a las tardes
calurosas de la primavera extremeña en las que doña Loli, mi maestra, nos
sentaba a las niñas al abrigo del sol y nos enseñaba a tejer lindos pañitos
surcados de cenefas hechas a la cadeneta, al punto de hilván, al festón, a la
pata de gallo, a la vainica doble… mientras con su mano firme ejecutaba
puntadas al ritmo monótono de una letanía que nunca acababa.
A la quietud de la
tarde le sucedía el ritmo trepidante de las mañanas. Las niñas del primer curso
entrábamos en tropel derrochando esa energía que nos daba tener seis años y
unas ganas inmensas de vivir las maravillosas historias que la señorita Loli
nos proponía.
Cómo sonaban en su
boca aquella explosión de letras y palabras que se esparcían por el aula
buscando una destinataria que las uniera y las interpretara. Volaba la eme coloreada, recortada y lanzada al
viento hasta encontrarse con una a
posada en la mesa de María que nerviosa buscaba hasta encontrar las letras que
le faltaban para completar su nombre. Había aplausos y parabienes y hasta que
todas teníamos en nuestra mano alguna palabra, no cesaba el alboroto y el juego.
Sin querer aprendimos a unir las letras para formar palabras, a unir palabras
para emitir pensamientos y de ahí doña Loli nos fue abriendo los libros
cargados de leyendas, de ensueños, de aventuras…
A mi maestra le gustaba contarnos cuentos de niños y niñas
que existían en países de nombres imposibles de decir, de hadas buenas y de
brujas malvadas, de príncipes y princesas que se querían y vivían felices.
Mi maestra era la misma magia capaz de hacernos viajar a
paraísos lejanos con solo cerrar los ojos y dejarnos llevar por el sonido
envolvente de su voz.
La mano de mi maestra
siempre estaba dispuesta para ayudarnos a solucionar aquellas tediosas cuentas
cuya prueba casi nunca nos salía a la primera, cuando el sustraendo sumado a la
diferencia no nos daba el minuendo, cuando las cinco calcomanías que tenía
Azucena sumadas a las tres que le ganó a su amiga Teresa, no daban ocho.
La señorita Loli siempre tuvo una paciencia infinita que
adornaba con una amplia sonrisa, y ni siquiera cuando Aurora se subió a la
pared prohibida y estuvo a punto de romperse la crisma, alteró su semblante; al
contrario, se dirigió a ella con los brazos preparados para acogerla e
imponerle su mano sanadora en la herida que se había hecho en la rodilla.
Tampoco perdía la sonrisa cuando en las primeras tardes del
buen tiempo nos negábamos a entrar en la clase de costura y todas a una la rodeábamos gritando al unísono: ¡De campo! ¡De campo!... Ella se
hacía de rogar frunciendo el ceño para luego otorgarnos el regalo del asueto
feliz correteando debajo de las encinas, y después explicarnos la utilidad de
las mismas en la dehesa extremeña y la importancia de su fruto en la crianza de
los buenos cerdos. Antes de volver a la escuela doña Loli disponía que cada una
se llevara para el aula algo de aquella naturaleza que nos hubiera llamado la
atención. Enseñaba sin que nos diéramos cuenta, sin que notáramos que era un
deber, de ahí su grandeza como enseñante.
Mi maestra, doña
Loli, amaba la poesía. Raro era el día en que no nos íbamos para casa con un
poema aprendido. Había veces que la tristeza asomaba a su cara. La recuerdo mirando
con languidez por la ventana mientras su boca desgranaba versos cuyas palabras
no llegábamos a comprender, ni falta que hacía:
“Ya estarán los
esteros
rezumando azul de mar.
¡Dejadme ser,
salineros,
granitos del salinar!”
“Si mi voz muriera en
tierra
Llevadla al nivel del
mar
Y nombradla capitana
de un blanco bajel de
guerra…”
Cuando recitaba esos
versos su cara perdía la sonrisa y entraba en una profunda melancolía. Se
quedaba pensativa, como ausente. No nos gustaba verla así. Algunas de las niñas
decían que la señorita Loli se ponía triste porque seguro que se acordaba de
sus padres, o de su novio, que vivirían en un sitio cercano al mar y que esas
poesías le traerían recuerdos. Podía ser. La señorita Loli no era de allí.
Había venido de una ciudad del sur, de Cádiz. Siempre que podía nos lo mostraba
en el mapa añadiendo: Y aquí está Cai, la tacita de plata.
Otras veces irrumpía en la clase enarbolando un pañuelo al
viento mientras recitaba aquellos versos que nunca se me fueron de la cabeza y
que aún ahora, cuando la memoria empieza flaquear, recuerdo palabra por
palabra:
“¡Ay, qué trabajo me
cuesta
quererte como te
quiero!
Por tu amor me duele
el
aire,
el corazón
y el sombrero…”
Se hacía un silencio
atronador en la clase y hasta que ella no bajaba el pañuelo no osábamos
interrumpir aquel instante mágico en que la señorita Loli parecía una diosa
surgida de las profundidades de un océano aún por descubrir.
Terminó el curso y
doña Loli desapareció de nuestras vidas. Unos dijeron que había regresado a su
tierra querida, otros insinuaron que alguien la había visto cruzar el océano a
bordo de un blanco bajel…
María J. Llanos
Maravilloso querida Maria Jesús. Gracias un hermoso regalo para quienes hemos tenido la suerte de tener maestras como tú. Te abrazo. Ave Hernández
ResponderEliminarGracias a ti por la generosidad de tus palabras y tus sentires. Un abrazo.
EliminarMaravilloso querida Maria Jesús. Gracias un hermoso regalo para quienes hemos tenido la suerte de tener maestras como tú. Te abrazo. Ave Hernández
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