LA PESADILLA DE ANA

Enfundada en un chándal gris, zapatillas deportivas negras y bolsa de deporte, aparece Ana en la parada de autobús de la Plaza del Niño Jesús; como cada mañana  sube al 152 destino a Antón Martín; se sienta, conecta sus auriculares al móvil, apoya su cabeza en el cristal de la ventanilla y empieza a oír su canción favorita: “Si me das a elegir entre tú y  la riqueza/, con esa grandeza que lleva consigo,/ ay amor, me quedo contigo…”Tararea la melodía, repasa mentalmente la letra y cuando acaba, empieza de nuevo. Cree que ya está preparada para asistir al casting que anuncia una cadena de hoteles. Aunque duda de su suerte, espera que la llamen. A sus 27 años cree que tiene claro que quiere ser cantante; por ese sueño dejó su pueblo allá en Murcia y vino a la capital. Desde que murió su hermano, el pueblo se le hizo pequeño, asfixiante, se sintió sola. Ni sus amigos, ni ese noviete que quedó atrás, ni un padre autoritario y distante, consiguieron retenerla.

 Ahora vive en un modesto piso compartido y trabaja limpiando en el “Carpe Diem”, aguantando las impertinencias de Anselmo, su jefe, que todas las mañanas le dice lo guapa que está con ese pelo negro recogido y esos caracolillos que se le escapan…

Próxima parada Antón Martín, dice una voz metálica por el altavoz. Ana baja del bus y emprende una marcha rápida hacia el bar.  El sonido del móvil le sobresalta. Coge la llamada y escucha cómo una voz masculina pregunta si es ella Ana Martín Timoneda. Ana lo afirma y el hombre la cita para que se presente a realizar la tan esperada prueba. Cuelga el teléfono y mira el reloj. Tiene el tiempo justo para pasar a cambiarse y decirle a su jefe que hoy no irá a trabajar.

 Diez minutos antes de la hora acordada, entra por la puerta del Trip Madrid Chamartín. Pregunta en recepción y el empleado le dice que debe subir a la planta 10ª y preguntar por el señor Martínez. Se dirige al ascensor. Las piernas han empezado a temblarle; podría subir andando, tiene una buena preparación física, pero cambia de idea, no quiere llegar fatigada, no podría cantar bien; total serán unos minutos. Tres personas más esperan la llegada del elevador. Ana entra tras ellas. Comienza una ligera sudoración que va creciendo a medida que empiezan a subir. En el piso 4º se bajan los otros ocupantes y ella se queda sola. No quiere pensar; canturrea cerrando los ojos y apretando los puños: “Si me das a elegir entre tú y ese cielo…” Pero es una misión imposible.

 «Tengo que poder, no va a suceder nada, hoy es mi día, la suerte está conmigo», repite una y otra vez como si de un mantra se tratara. Oye un chirriar de poleas, después un movimiento brusco y el ascensor que se para entre los pisos 6º y 7º.

Ana golpea la puerta, grita, pide ayuda, se desespera y, finalmente, se desploma…« Mamá, mamá, no quiero quedarme aquí, no me encierres por favor, tengo mucho miedo, está oscuro, déjame salir, mamá, mamá, mamá…»

El ruido de gente en el exterior y el movimiento lento del ascensor hacen que Ana recobre el conocimiento; se siente mareada, confusa. En su cabeza todavía resuena su voz llamando a su madre, esa madre que un día desapareció de su vida, esa madre cuyo nombre está prohibido mencionar. Un golpe seco y la puerta, por fin, se abre. Ana respira aliviada, agradece las atenciones que le brindan los empleados del hotel, atusa su coleta medio deshecha, se recoloca la ropa, limpia los restos de lágrimas de sus ojos y sube temblorosa, pero decidida, las escaleras hasta la planta 10ª.

 Cuando oye su nombre Ana se acerca al micrófono, lo agarra con sus manos nerviosas y entona como nunca su canción favorita: “Si me das a elegir/ entre tú y la gloria, / pa que hable la historia de mi por los siglos, / ay amor, me quedo contigo” … Y envuelta por la música que suena envolviendo todos los rincones de aquella habitación de hotel, Ana tiene la sensación de que su eterna pesadilla y su miedo a los espacios cerrados están a punto de ser historia.

María J. Llanos.

 

         

 

 

 

 


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