SÓTANO DE ALTO VOLTAJE

 "SÍNDROME DEL ADONIS CONTRARIADO"



 UN SÓTANO DE ALTO VOLTAJE.

 El sonido de las sirenas de la policía vino a turbar la paz de la que estaba disfrutando Orestes. Era una mañana luminosa. Los rayos de sol que se colaban a raudales por el gran ventanal de aquel chalet acristalado, situado en un sitio privilegiado de las afueras de la ciudad, invitaban a saborear un copioso desayuno. Cuando daba el último sorbo al espumoso café sonó con insistencia el timbre de la puerta.

Orestes se sintió contrariado por tener que interrumpir aquel momento de relax. Se dirigió a la puerta. Al abrirla se topó con dos inspectores de policía uniformados flanqueados por todo un despliegue de coches y agentes del orden armados hasta los dientes.

      ¿Orestes Celdrán? — dijo el más joven de los inspectores.

      Sí, soy yo —contestó un sorprendido Orestes.

      Orden de registro de su vivienda. Aquí está la orden del juez.

 Policías en tropel y perros adiestrados accedieron a la vivienda. Primero inspeccionaron el piso superior y después, la planta baja, sin que encontraran nada de lo que estuvieran buscando. La voz del capitán resonó en la sala donde se encontraban los inspectores y un perplejo inquilino:

—¡Procedan a registrar el sótano!

 Aparentemente todo estaba en orden, pero los perros comenzaron a dar señales de nerviosismo yendo y viniendo desaforados, olisqueando por el resquicio de paneles de madera que tapizaban las paredes. Uno de los perros comenzó a ladrar y a arañar con sus pezuñas uno de los paneles. No fue difícil derribar el trampantojo de daba acceso a un habitáculo tenebroso apenas iluminado por la luz que se colaba por un ventanuco a ras de suelo. Las linternas hicieron una pasada minuciosa por la estancia para detenerse en una camilla quirúrgica provista de todos los utensilios que normalmente se utilizan en un quirófano.   Llamaba la atención que todo estaba perfectamente colocado y limpio. No había rastro de que hubiera sido utilizado recientemente. Al fondo de la sala, había un armario de puertas metálicas. El capitán al mando procedió a su apertura. Botes de cristal, alineados siendo un minucioso orden, de mayor a menor, dejaban ver en su interior diferentes objetos conservados en formol: Trozos de cuero cabelludo, dedos con uñas pintadas de diferentes colores, porciones de orejas, el dedo pulgar de un pie…En cada frasco señalado con rotulador rojo permanente aparecían nombres de mujeres y fechas. Ana, abril 2019. Elena, diciembre 2020…Así contaron hasta 23 botes.

 Mientras, en la primera planta, Orestes había entrado en su habitación bajo la atenta vigilancia de uno de los inspectores y procedía a quitarse la bata y el pijama y vestirse para salir a la calle. Su cuerpo atlético, conseguido a fuerza de las muchas horas gimnasio, su buen porte y su atractivo irresistible, habían quedado ahora reducido a la poca prestancia que ofrecía un hombre sumido en el miedo y la incertidumbre. Una vez que estuvo listo, el mayor de los inspectores le leyó sus derechos y le dijo que quedaba detenido por sospechas de torturas a mujeres indefensas.

Se le condujo a los calabozos y de allí a la sala de interrogatorios donde hábiles agentes no consiguieron que Orestes confesara qué hacían aquellos frascos de cristal y su contenido en el sótano de su casa.

 Fue necesaria la intervención del psiquiatra para que Orestes se confiara y contara esa manía que tenía desde hace mucho tiempo. Dado su atractivo aspecto físico, su jovialidad y la simpatía que despertaba en la gente que se movía a su alrededor, sobre todo entre las mujeres, había desarrollado un complejo que el psiquiatra no dudó en llamar “síndrome del Adonis contrariado”. Este síndrome consistía en mostrarse zalamero y embaucador usando la belleza de la que se creía poseedor. Una vez que conseguía atrapar en sus redes a una víctima propicia (siempre jóvenes que se le acercaban ofreciéndole sus encantos) las llevaba a su casa y allí las sometía a las más crueles torturas: arrancaba sus uñas, cortaba trozos de su piel, amputaba sus dedos… hasta que las víctimas juraban y firmaban con su sangre que jamás volverían a exhibir sus cuerpos delante de ningún hombre.

Como si fueran trofeos conseguidos en la práctica de su misoginia vengativa, guardaba en frascos de cristal pedazos de los cuerpos torturados.

María J. Llanos



Comentarios

Entradas populares de este blog

ENLAZADA EN LA LUZ DE TUS POEMAS

DE HÉROES Y HEROÍNAS