MARTINA DONCEL, LA OTRA.

 



MARTINA DONCEL, LA OTRA.

  Llegué temprano al tanatorio donde a las cinco de la tarde se oficiaba el funeral por el alma de Arturo Santamaría. La muerte repentina del afamado empresario local había conmovido los cimientos de esta ciudad provinciana tan dada a la murmuración y a hacer de las ceremonias funerarias un acto social por donde pasaba lo más granado de la población. De sobras era conocida la doble vida que el insigne difunto había llevado en los últimos años, por más que, su ahora viuda, intentara negar la existencia de la mujer que compartía la cama con su marido. El hecho luctuoso había tenido lugar, precisamente, cuando el finado y Martina Doncel, su amante, daban rienda suelta a su pasión. A partir de ese instante, la familia intentó correr un tupido velo de silencio, secretismo y palabras a medio decir para ocultar una verdad que ya era bien conocida y comentada en todos los mentideros de la localidad.

  Mientras se producía el levantamiento del cadáver, Martina se mantuvo firme asumiendo el papel de testigo de una muerte súbita e inesperada.Después acompañó al cuerpo de su amado camino del Instituto de Medicina Legal donde le sería practicada la autopsia que daría la pista definitiva sobre la causa del fallecimiento.  

  Horas después la vi entrar en el tanatorio desprovista de toda arrogancia. Ataviada con un pantalón vaquero azul, botas de medio tacón, un jersey negro y melena negra derramada hasta la cintura, mostraba un andar nervioso, casi titubeante. Sus hombros desganados hacia delante y la curvatura angular de su espalda, delataban la tortura a la que toda ella había sido sometida. Veinticuatro horas en pie ahogando dolores, aguantando llantos que nadie quería escuchar. Allí, clavada, ante el anatómico forense, esperando que alguien saliera a consolar sus manos, mientras, otras manos expertas, escrutaban cada parte del cadáver del hombre al que ella se había entregado en cuerpo y alma.

 Un momento de locura, o de cordura, bastó para poner punto y final a aquella historia nacida para morir. Luego la nada y el desasosiego, la inmisericordia, la desolación…

¿Quién la consolaría ahora? ¿Quién la libraría del juicio público? Siempre sería la otra, la merecedora de la culpa que otros querían esquivar.

  Cuando la vi cruzar sola la mortecina sala en medio del mutismo provocado por su presencia, sentí cómo se me encogía el alma. Deseé por un instante abandonar mi esquina de espectador impávido y correr hacia ella y darle la calidez de mi mano y acompañarla a atravesar aquel muro de incomprensión que la separaba del lugar donde un féretro inundado de coronas esperaba la hora de la partida.

  En el fondo de la habitación, amparada en el calor de amigos y familiares, destacaba la figura de la orgullosa y digna viuda. Riguroso luto en el vestido évasé con cuello a la caja y en los zapatos negros de tacón de aguja, solo roto por el blanco collar de perlas que ponía el toque de elegancia en aquella mujer de mirada altiva y desafiante. Cuando cesaron los murmullos y se produjo el denso silencio que denotaba la entrada de la otra, Palmira Cifuentes, viuda legal del finado, alargó su cuello y tensó su espalda, incluso creí ver cómo elevaba sus pies por encima del límite de su tacón de aguja. No se amilanó, ni esquivó las maliciosas miradas de un público ávido de cotilleos, al contrario, se abrió paso entre la gente rompiendo el denso silencio con su taconeo firme hasta situarse, formando una barrera infranqueable, delante del coronado féretro.

 Tuve un instante de duda. Nadie me había dado vela en este entierro, pero mi compasión pudo más que mi cobardía y como un resorte salí de mi esquina y busqué la mano de aquella mujer hundida en el dolor. Apreté fuerte sus dedos y caminé junto a ella hasta que ambas mujeres quedaron frente a frente. Palmira no hizo ningún ademán que incitara a pensar que iba a descomponer ni un ápice aquella pose de sabueso defensor de lo que ella creía que era suyo. Martina Doncel, la otra, tampoco cesó en el propósito que la había traído hasta allí. Nadie le iba a impedir acercarse a dar el último adiós al hombre que había ocupado su corazón en los últimos años de su vida.  Ayudada por mi pericia en el regateo, esquivó el cuerpo de la viuda y consiguió acercar su cara al cristal a través del cual  podía verse la figura yerta y amortajada de Arturo Santamaría. Se llevó la mano a la boca y lanzó un beso al aire al mismo tiempo que musitaba palabras que todos pudimos escuchar: “¡Adiós, amor mío! ¡Siempre te llevaré en mi corazón!”.

María J. Llanos

 

 

 

 

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