NOMOFOBIA
Alberto llevaba unas
semanas sumido en el desasosiego. El despido fulminante de su último trabajo lo
había hundido, literalmente, en la miseria. Había que prescindir de todo lo
superfluo y aguantar hasta que la suerte le sonriera otra vez. Dejó de pagar su
abultada factura de conexión a internet, las subscripciones a determinadas plataformas
de moda y el abono a su club de fútbol favorito.
Se le veía vagar por
la ciudad buscando un lugar idóneo donde la wifi fuera gratis. Le era difícil
desengancharse de esa costumbre de años en la que a golpe de clic tenía el
mundo en sus manos. Las horas más duras de abstinencia las pasaba cuando estaba
en su casa. Sus dedos se movían nerviosos recorriendo, sin éxito, la pantalla
de su Smartphone.
Un mañana, devorado por el síndrome de la
nomofobia, se dirigió al mueble de la entrada donde guardaba un puñado de
llaves. Buscó la que correspondía a la vivienda de Juan, su vecino de puerta, y
salió como una exhalación en busca de la cerradura. Una vez dentro localizó el router situado junto al televisor, abrió su móvil, activó la wifi y copió
hábilmente la contraseña escrita en el reverso del aparato. Un escalofrío de
placer recorrió todo su cuerpo cuando un sonido familiar empezó a anunciar la
entrada en tropel de los WhatsApps, las notificaciones de Facebook e Instagram,
los tweets, los correos electrónicos… Apenas había comenzado a disfrutar del
éxtasis que aquella conexión le producía cuando oyó el golpe seco de la puerta
y a continuación la presencia de Juan.
—
Alberto, ¿qué haces tú aquí? — preguntó un
asombrado Juan.
—
Oí ruidos extraños, como si arrastraran algo —
dijo Alberto con una tranquilidad pasmosa— Sabía que tú estabas en el trabajo y
quise comprobar qué estaba pasando. Pero, ya ves, ha sido una falsa alarma.
María J. Llanos.
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