¡SALUD!
¡SALUD!
Lourdes se empeñó en que nos uniéramos a nuestro grupo de
amigos para pasar un fin de semana en la tranquilidad bucólica de una casita de
campo. Yo no quería participar en esa experiencia, y menos cuando me enteré que
iban ellos. Después del encontronazo
que tuvimos la semana pasada no me había quedado cuerpo para soportar a
imbéciles que se creen por encima del bien y del mal. Pero Lourdes insistió
tanto que, finalmente, cedí a sus ruegos.
Serían las 13,30 horas cuando mi pareja y yo atravesamos la
puerta de aquella coqueta casita que ahora se nos ofrecía como un refugio
seguro en medio de los días de encierro que acabábamos de pasar.
Fuimos los últimos en
llegar así que nos encontramos ya al personal agarrado a sus cervezas y colocado
en torno a una humeante barbacoa que expelía olores preparando los jugos
gástricos de todos cuantos estaban allí. Nuestra presencia creó unos segundos
de silencio expectante, pues en el mismo momento en el que aparecimos, Antonio
(uno de los imbéciles antes mencionados) estaba levantando su copa y brindando
por la amistad que se profesaban los allí presentes. Todos los brazos quedaron suspendidos en el
aire y en la garganta de Antonio se atragantó la última palabra de su discurso.
Yo no quise sabotear aquel acto de comunión amical y siguiendo los pasos de
Lourdes, cogí una cerveza y levanté mi brazo hasta alcanzar el compás del
brindis. Terminado el acto insistí en un nuevo brindis del que yo me hice el
portavoz: “¡Por la amistad que todo lo tapa y todo lo esconde! ¡salud! –dije- y
nadie se atrevió a contradecirme”.
María J. LLanos
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