OTOÑO DE COLORES COMPARTIDOS.
CUENTO DE NAVIDAD.
OTOÑO DE COLORES COMPARTIDOS.
La gente iba y venía portando vistosas bolsas por las
calles, ahora bulliciosas, del popular barrio; la cercanía de las fiestas de la
Navidad confería al lugar una vidilla
agradecida después de los duros días de confinamiento vividos. Antonio, vecino
residente en el portal número 5 de la calle Miramar, se dirigía, como cada
mañana de sábado, al supermercado situado en el otro extremo del barrio. Podía
haber entrado en la tienda más cercana a su casa, total, para cuatro cosas que
compraba, no merecía la pena hacer el largo paseo. Pero a él no le importaba
invertir su tiempo si con ello conseguía que Marisa, la frutera del
supermercado, le diera tímidamente los buenos días y le preguntara, ocultando
sus ojos tras la balanza, que qué le ponía.
Antonio se hacía el remolón y titubeaba un
buen rato hasta elegir el producto. Le complacía que la empleada le dedicara su
tiempo, le encantaba ese cruce tímido de miradas, el imperceptible roce de
dedos cuando él le señalaba el compartimento de las manzanas y ella se lanzaba
presta a elegirle las mejores de la caja. Pero el momento más esperado llegaba
cuando Marisa le comunicaba el importe de la compra y él depositaba suavemente
en la mano de ella monedas contadas de una en una. Mientras este acto de
acercamiento sucedía, Antonio siempre se quedaba con las ganas de acercar su
boca al oído de ella para decirle lo mucho que la admiraba y lo que le gustaría
invitarla un domingo cualquiera a pasear por el parque, sobre todo ahora que
los colores del otoño estaban allí pintados, esperando ser admirados en
compañía.
Cuando estaba
terminando de depositar la última moneda en la mano de la ruborizada frutera, interrumpió
la escena un vociferante vendedor de lotería:
-
¡Me queda el último, el 7, el que siempre toca! ¡Venga,
animaos! ¡Aquí está el gordo de la Navidad!
En un acto de valentía sobrevenida, Antonio cogió el boleto
y le propuso a Marisa que lo jugaran a medias. El rubor creció en la cara de
ella y, por primera vez, le miró a los ojos para atreverse a decirle que sí.
El azar quiso que el décimo compartido saliera premiado.
Hoy, Antonio y Marisa, se dirigen al Banco Central. Están
cruzando juntos el parque, pisando al unísono una alfombra de hojas secas. El
crujido de la hojarasca amortigua los alborotados latidos de sus solitarios
corazones…
María J. Llanos
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