PAPÁ SIEMPRE QUISO SER MARINO MERCANTE



   PAPÁ SIEMPRE QUISO SER MARINO MERCANTE.


Carmen dejó, por fin, la pereza aparcada en casa para resolver de una vez por todas el tema de la herencia del abuelo. Ningún favor le había hecho el difunto centenario nombrándola albacea testamentaria de sus bienes. El viejo siempre había sido un hombre autoritario que ejercía un poder incuestionable sobre su mujer y su amplia prole. Hacía y deshacía a su antojo, manejando los destinos de la familia. Nada se movía si no era con la aprobación de aquel hombre severo y desmedido, poco dado a los afectos. Ahora le tocaba a ella, la nieta mayor, mediar en los conflictos y arbitrar formas para que el patrimonio quedara a buen recaudo siguiendo las instrucciones que el abuelo había dejado escritas. Lo primero sería enfrentarse al desalojo de la mansión familiar. Antes de que llegara el personal encargado de llevarse los enseres, Carmen hizo un detenido recorrido por las estancias de aquella casa solariega, construida a finales del siglo XIX, y marcada por un pasado de esplendor. Había muebles y objetos decorativos de valor que ninguno de los herederos quería para sí. Todo sería vendido en una subasta pública.
 Estaba cayendo la tarde cuando Carmen dejó de dar vueltas por la casa para emprender el ascenso al desván. Los escalones de madera crujían a su paso formando un concierto de quejidos que a ella le parecieron las voces de sus antepasados reprochándole el olvido al que  iban a ser sometidos. Las telarañas se habían hecho las dueñas absolutas de aquel espacio donde se mezclaban objetos inservibles con viejos catres y alguna cuna. Junto al ventanuco yacía desvencijada una mecedora y delante, sirviendo de reposapiés, un baúl de herrajes oxidados. Carmen sacudió el polvo de la mecedora y se sentó. Movida por la curiosidad levantó, no sin esfuerzo, la tapa del antiguo baúl y removió el contenido. Había ropa de mujer perfectamente doblada y protegida por lo que en algún tiempo pudieran ser bolitas de alcanfor, una caja de música cuya bailarina danzaba al ritmo de un vals vienés, custodiando una colección de hojas y flores secas que ocultaban una foto familiar. Más allá, en una esquina, otra caja repujada en cuero marrón albergaba una petaca, un reloj de bolsillo, una brújula, una pipa y una colección de plumas estilográficas. Al levantar el estuche que portaba las plumas, Carmen se topó con un sobre cuyo membrete oficial del Ministerio de la Marina destacaba en el ya amarillento papel. Llevada por su curiosidad tomó el sobre y lo acercó a la luz. Extrajo la hoja contenida en él y leyó en voz alta aquella misiva fechada en abril de 1957.
“…Por la presente le hago saber que su hijo, Juan González Macías, ha sido seleccionado para cursar los estudios de Marino Mercante en la Academia Militar de El Ferrol. Con fecha 1 de septiembre tendrá que presentarse en la Academia para formalizar su estancia”
Carmen dejó de leer, dobló con cuidado la carta y la metió en un bolsillo de su chaqueta. En ese momento decidió que, en honor a su difunto padre, sería el único recuerdo que se llevaría de la casa de sus abuelos.
Abandonó el desván y bajó la escalera pensativa. “No puede ser que el abuelo ocultara la carta – se dijo- Papá siempre quiso ser marino mercante”

María J. llanos.

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