ALITAS DE POLLO.
ALITAS DE POLLO.
Hacía tiempo que su cabeza estaba inmersa de una nebulosa de
dudas, olvidos y ausencias. Aunque su hija le insistía cada día para que no se
alejara de los jardines que circundaban la casa, él hacía caso omiso, no tanto
por un afán de desobediencia, sino porque no era capaz de recordar estas
advertencias. Se calaba su gorra, cogía el bastón y salía sin rumbo fijo a
recorrer las calles del barrio hasta que un hormigueo en el estómago le traía
de vuelta al hogar.
Esa misma rutina se había repetido esta mañana, pero esta vez
no supo qué camino tomar para iniciar el regreso y se perdió en un laberinto de
calles y gentes que le eran ajenas.
Anduvo hasta que empezaron a flaquearle las piernas, presas del
cansancio. Se sentía mareado, hambriento y confundido entre una muchedumbre que
entraba y salía, cargada de bolsas, de un edificio que tampoco supo reconocer.
Empujado por el trasiego de los viandantes se vio dentro del edificio, parado
ante un puesto donde se exhibían apetitosos manjares.
- ¿Qué
le pongo, abuelo? – le dijo el vendedor.
- Tengo
hambre. Yo tengo hambre – contestó el anciano sin quitar la vista de los platos
de comida allí expuestos.
- Pues
nada. Dígame qué quiere.
-¡Alitas
de pollo! –dijo señalándolas.
El vendedor tomó una bandeja y puso dentro una ración de
alitas, luego las metió en una bolsa.
- Aquí
tiene. Son 5 euros.
El abuelo revolvió sus bolsillos buscando la cartera, pero no
consiguió encontrarla. Ya se le había olvidado que su cartera hacía tiempo que
bostezaba metida en un cajón de la mesilla, por expreso deseo de su hija.
- No
hay dinero. Tengo hambre – dijo categórico al tiempo que extendía su mano queriendo
coger la bolsa que todavía tenía, bien aferrada, el dependiente.
- Pues
nada abuelo. Si no hay dinero, no hay comida. Apártese y deje pasar a los
clientes.
Aturdido, fatigado y casi a empujones salió del mercado. No
podía más con su cuerpo y se sentó a descansar en una esquina de la escalera de
acceso. Dejó a un lado su bastón y depositó la gorra en el suelo para secarse
el sudor que le corría por su frente. Cerró los ojos y permaneció allí quieto,
como una estatua; parecía que aquel fuera su estado natural.
Poco a poco la gorra
se fue llenando de monedas que transeúntes compasivos iban depositando en ella.
María J. Llanos.
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