ABDUL
ABDUL
Esperábamos el Puente de la Constitución cargados de
entusiasmo. Hacía más de un mes que teníamos concertado un viaje en microbús
para conocer las ciudades imperiales marroquíes. Sería un viaje casi relámpago,
pero suficiente para hacer nuestra primera incursión en ese territorio que, de
entrada, nos parecía misterioso y exótico.
Después de pasar una travesía un poco accidentada y una
marcha de kilómetros por carreteras inhóspitas inmersas en obras, nos dirigimos
a la primera ciudad imperial de la ruta: Fez, no sin antes disfrutar de
aquellos paisajes mediterráneos serpeados de olivos y naranjos y pueblos coloridos
donde predomina ese azul añil con el que los árabes gustan pintar sus fachadas.
Una parada rápida en Chauen para comer y dar un paseo por sus calles admirando
atónitos su increíble belleza se convirtió en la antesala del variopinto
paisanaje que íbamos a encontrar.
Empezaba a anochecer
cuando el microbús se desviaba hacia Fez, centro religioso y capital espiritual
de Marruecos. Los muyahidines llamaban desde sus mezquitas a la oración
impregnando el aire de aquel mantra metálico y monótonamente repetido que, sin
querer, nos sumió en una especie de recogimiento, inaudito en un grupo que iba
dispuesto al jolgorio y a la algarabía.
Una vez que estuvimos instalados en el hotel, y para
aprovechar lo que quedaba del día, decidimos salir a dar una vuelta por la
antigua medina. Hasta la mañana siguiente no teníamos concertada la visita de
la ciudad con un guía. Nos advirtieron de la peligrosidad de ir solos a
recorrer aquellas calles oscuras y laberínticas, pero pudo más las ganas de
aventura que el sosiego que se nos aconsejaba. Nada más poner los pies en la calle vino hacia
nosotros un chico de no más de quince años, alto, guapo, de tez morena y unos
penetrantes ojos verde aceituna. Detrás de él se acercaron otros tres niños más
pequeños.
-
Yo guía Abdul. Yo enseñar mercado.
-
¿Y cuántas cobras, Abdul? Quiso saber un
compañero.
-
Abdul no cobra. Tú me das dírham.
Vimos competente al joven y, a falta de guía para esta
noche, aceptamos su ofrecimiento. Aunque no conocía bien nuestro idioma sabía
palabras claves que utilizaba con desenvoltura. Pasada la explanada que rodeaba
al hotel, Abdul nos introdujo en un mundo sorprendente, propio de esas
películas que tantas veces habíamos visto rodadas en las kasbas de las ciudades
árabes. Y en ese mundo, que nos parecía de ficción, nos fuimos adentrando en el
barrio de los artesanos con aquellas calles empinadas llenas de pequeñas
tiendas: peleteros, alabarderos, zapateros, plateros, vendedores de aromáticas
especias instalados en callejones angostos de fachadas ocres y desconchadas,
callejuelas empinadas, recovecos llenos de puestos de dátiles, albaricoques,
nueces, frutos secos en general y un continuo ir y venir de gente local
realizando sus compras. Abdul, como un intrépido explorador nos llevaba a su
antojo de una tienda a otra presentándonos a los tenderos que afanosos nos
ofrecían sus mejores productos. Fue al entrar en una concurrida calle cuando un
hombre alto, entrajetado, con unas “ray ban” de sol, cogió con gesto agresivo
el brazo de Abdul, mientras los otros tres niños desaparecían perdiéndose en la
oscuridad. El hombre de las gafas de sol zarandeó a nuestro guía profiriendo
palabras en árabe que, evidentemente nadie podíamos entender. Uno de mis amigos
quiso interponerse entre los dos para evitar la agresión que estábamos a punto
de contemplar. El hombre se revolvió contra nosotros que en ese mismo momento
habíamos formado un círculo improvisado a su alrededor, y en un perfecto
español, se presentó como inspector de policía y empezó a reprender nuestra
actitud acusándonos de haber contratado a un menor, cosa prohibida por la ley,
y que nos saldría muy cara nuestra osadía. Mi compañero Alberto tuvo una rápida
reacción y le dijo que soltara a Abdul, que él no tenía culpa de nada. “El niño
y ustedes se vienen conmigo a comisaría”, dijo el policía. Nadie se atrevió a
contrariarle, así que giramos sobre nuestros talones para seguirle. Sin saber
cómo, me vi envuelta por una avalancha de gente que hizo que cambiara la
dirección de mis pasos. De pronto, me vi sola y perdida en medio de aquel
laberinto oscuro. Anduve y desanduve las
calles y las callejuelas intentando buscar una salida. Imposible salir de
aquellos vericuetos donde me sentía intimidada por tenderos agresivos que a
toda costa querían entrarme en sus tiendas mostrándome pañuelos, alfombras,
cazadoras, tantanes y no sé cuántas cosas más. Abrumada y confundida me senté a
llorar en el umbral de una casa medio derruida que encontré en el camino.
Sentía mucho miedo y desesperación, no sólo por mí, sino por mis compañeros a
los que me imaginaba ya detrás de una reja.
“Madame. Abdul está aquí,” oí que decían a mis espaldas. Giré
la cabeza y allí estaba él. El chico de la tez morena y los ojos color verde
aceituna estaba allí. Limpié mis lágrimas y tomé sus manos entre las mías para
agradecerle esta misteriosa aparición. Era mi héroe, el que me iba a liberar de
aquel laberinto en el que nunca tenía que haber entrado.
Ya en el hotel pude abrazar a mis amigos que me hicieron un
rápido resumen de lo que les había pasado. Finalmente, Alberto, como siempre el
más atrevido, había conseguido sobornar al policía, que por unos euros los dejó
en libertad a todos, no sin antes quitarle a Abdul los dírhams que le habíamos
dado con anterioridad.
Y como un guerrero orgulloso de haber vencido en la batalla
y haber liberado a la heroína, allí permanecía Abdul, erguido, sujetando la
puerta del hotel y esbozando una amplia sonrisa.
María J. Llanos

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