SENEGAL, PAISAJE HUMANO. FINAL
DIÁ 5 DE ABRIL.
ENTRAMOS EN EL VIGÉSIMO SEGUNDO DÍA DE CONFINAMIENTO.
PARECE QUE LO ESTAMOS CONSIGUIENDO. ¡ÁNIMO!
SENEGAL, PAISAJE HUMANO. FINAL.
XI.-PLAYA DE NIANING. ¡ADIÓS SENEGAL!
El avión
tarda cuarenta minutos en llegar a Dakar.

En la puerta nos espera un chico que en nombre de nuestra
agencia nos da la bienvenida y nos lleva a nuestro último destino:” Maison
Couleur Passion”, un hotelito con encanto en la playa de Nianing.
Llegamos al hotel después de una hora de
viaje desde el aeropuerto de Dakar. Nathalie, la copropietaria de La maison nos hace un amable
recibimiento, habla un poquito español y se esfuerza en hacerse entender. Nos
explica que es francesa, de París, y que
se vino a Senegal por amor. Ahora llevan el negocio su marido senegalés y ella.
El sitio es una preciosidad, exótico, limpio, bien atendido y en primera línea de playa. Estamos encantadas de poder pasar una noche en aquel paraíso.
Nianing es un pueblo de pescadores y de turistas. En la playa están varados los cayucos que por la mañana temprano saldrán a pescar.
Hacemos un pequeño paseo por aquella arena blanca y enseguida nos abordan jóvenes saludándonos cortésmente. Se ofrecen a enseñarnos cómo sus familias trabajan el pescado, cómo, después de la pesca, las mujeres lo limpian y lo ponen a secar y cómo también se encargan de trabajar las conchas que suelta el mar; unas las clasifican y las venden para decorar fachadas de casas y otras las machacan hasta convertirlas en arena que luego se usa para la construcción.
Mark se llama el chico que me enseña todos esos trabajos referidos al quehacer diario del mar; como contrapartida me lleva a su taller donde expone piezas de figuras hechas en madera, máscaras, animales, pulseras…Para cada objeto tiene su historia. Es un buen vendedor acostumbrado a camelar al turista.
El sitio es una preciosidad, exótico, limpio, bien atendido y en primera línea de playa. Estamos encantadas de poder pasar una noche en aquel paraíso.
Nianing es un pueblo de pescadores y de turistas. En la playa están varados los cayucos que por la mañana temprano saldrán a pescar.
Hacemos un pequeño paseo por aquella arena blanca y enseguida nos abordan jóvenes saludándonos cortésmente. Se ofrecen a enseñarnos cómo sus familias trabajan el pescado, cómo, después de la pesca, las mujeres lo limpian y lo ponen a secar y cómo también se encargan de trabajar las conchas que suelta el mar; unas las clasifican y las venden para decorar fachadas de casas y otras las machacan hasta convertirlas en arena que luego se usa para la construcción.
Mark se llama el chico que me enseña todos esos trabajos referidos al quehacer diario del mar; como contrapartida me lleva a su taller donde expone piezas de figuras hechas en madera, máscaras, animales, pulseras…Para cada objeto tiene su historia. Es un buen vendedor acostumbrado a camelar al turista.
Cerca del
hotel se encuentra una preciosa construcción, ahora medio derruida, de una casa
decorada con conchas. Una chica muy amable acompañada de su precioso bebé nos
informa que esa casa era el antiguo albergue de pescadores; al lado de la casa
empieza una calle con inmensos montones de conchas machacadas y otras a medio
camino de convertirse en arena. Mujeres sentadas en el suelo realizaban
manualmente esta labor. Esa es la cotidianidad de esta gente sacando los pocos
beneficios que le ofrece el mar.
La tarde
transcurre tranquila, nosotros, los turistas, dormitando en las tumbonas, y los
nativos sentados en su cayucos viendo pasar el tiempo hasta la llegada de la
puesta del sol en que la playa empieza a recuperar una vida que horas antes
parecía dormida.
Grupos de chicos juegan al futbol en la orilla del mar, jóvenes deportistas corren por la arena o se paran a hacer flexiones o estiramientos, un adolescente pasa delante de nosotros con su carro – taxis tirado por un burro…
Grupos de chicos juegan al futbol en la orilla del mar, jóvenes deportistas corren por la arena o se paran a hacer flexiones o estiramientos, un adolescente pasa delante de nosotros con su carro – taxis tirado por un burro…
Desde mi tumbona veo el mundo al trasluz,
tranquilo, en ndanka ndanka, como dicen ellos en wolof.
Ya el sol desaparece en el horizonte y viene la noche y con la noche el ataque despiadado de los mosquitos. Hora de entrar a cenar.
Ya el sol desaparece en el horizonte y viene la noche y con la noche el ataque despiadado de los mosquitos. Hora de entrar a cenar.
En la mañana retomamos nuestro paseo a
orillas del mar. Ahora todo está en movimiento. Grupos de hombres luchan por
sacar los cayucos a la arena. La fuerza de sus cuerpos y la ayuda de
rudimentarios rodamientos hacen que consigan su objetivo. Atrás han quedado las
redes. Vuelven sobre sus pasos y comienza el duro trabajo de traerlas cargadas a la playa. Y tiran y tiran de las
maromas una y otra vez, al unísono, hasta que se ven aparecer los primeros
peces atrapados en ellas. Luego a desenredar y sacar el pescado. Hay mujeres
sentadas en la arena esperando la mercancía para empezar a limpiar…
Nosotras, dejamos por un momento de ser observadoras
y nos unimos más adelante a otro grupo que está en la faena. Haciendo un gran
esfuerzo ayudamos a tirar de la cuerda.
Nos miran extrañados, pero también agradecidos.
Cuando en
el reloj dan las seis, vienen a recogernos para llevarnos al aeropuerto.
Y así dejamos este país que tantos
sentimientos encontrados nos ha despertado. Una sensación agridulce se queda
prendida en la pista de despegue.
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