LA CUEVA DE DODIM

DÍA 9 DE ABRIL

VIGESIMO SEXTO DÍA DE CONFINAMIENTO, CON EL ÁNIMO INTACTO VAMOS A POR UN NUEVO DÍA.

          LA CUEVA DE DODIM




Ibrahim Cohen regresaba a su país natal, Israel, después de haber vivido un éxodo vergonzante en territorios americanos.

 La travesía en el “Red Warrior” había sido placentera si quitábamos los dos días de fuerte marejada a la altura de las Islas Azores. Ahora el barco surcaba  las aguas mansas del Mediterráneo. Si no fuera por el remolino de nubes negras que se estaban formando, podría vislumbrar desde la cubierta su amada patria. 

A lo lejos las culebrillas de los relámpagos anunciaban una fuerte tormenta. De pronto, la lluvia torrencial y el viento ocuparon todo el espacio mientras que olas gigantescas golpeaban con una violencia inusitada  la nave que a duras penas resistía el bamboleo.

 Un rayo certero partió en dos el cascarón del navío y todo allí se convirtió en un caos. Se hizo la noche y poco a poco se fueron amortiguando las voces de los pasajeros pidiendo ayuda y los  “ayes” ensordecedores, para pasar a un inquietante silencio solo interrumpido por el golpear del agua sobre los restos flotantes del “Red Warrior”.

Ibrahim amaneció varado en la arena de una playa serpeada de palmeras y rocas multiformes. Su cuerpo inerte sufría las embestidas de un mar que lo desplazaba   a su antojo. Apostado junto a él un hombre escuálido de largas greñas y mirada perdida intentaba buscar las mañas para mover el pesado cuerpo de aquel inesperado náufrago.

 Cuando lo tuvo bien sujeto por las axilas tiró de él y lo arrastró hasta las rocas. Paró un instante para coger fuerzas y luego desapareció entre las oquedades que formaban aquel conjunto granítico.

Cuando Ibrahim abrió los ojos se enfrentó a una luz tenebrosa que apenas le dejaba ver lo que había a su alrededor. En medio de su aturdimiento oyó una voz retumbando en sus oídos. Giró la cabeza y su mirada se cruzó con la de aquel hombre que hacía grandes aspavientos con las manos mientras le hablaba:

-        -  Jejeje… Bueno, bueno. ¡Bienvenido al mundo de los vivos!.. Jejeje…
-      -   ¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?- dijo un atribulado Ibrahim.

-         Estás en mi casa, en la Cueva de Dodim – respondió el enigmático anfitrión.
“¡La Cueva de Dodim!”  “Entonces he conseguido llegar a  Judea” - pensó el náufrago.

 En sus años de exilio Ibrahim fue educado por su padre en el conocimiento de la Tierra Prometida. Miles de veces había leído la historia de aquel Oasis donde dicen las Sagradas Escrituras que  David se escondió huyendo del rey Saúl, allá por el año 1000 a.C. ¡Era el oasis más grande y hermoso de Israel! Manantiales y cascadas transcurrían por aquel vergel que albergaba en su interior la Cueva de Dodim o Cueva de los Amantes a la que, según la leyenda, sólo se podía acceder tras haber pasado un enrevesado laberinto.

 Ibrahim comprendió en esos momentos que aquel extraño personaje, del que todavía no conocía ni su nombre ni sus intenciones para con él, sería la llave que lo sacara de allí.
-       -  ¿Puedo hacerle una pregunta, amigo? –interrogó el forastero-
-       -  Sí, sí, hágala sin miedo.
-        - Si esta es la Cueva de Dodim, cerca estará el laberinto, ¿no?
-        - ¡Caramba! ¿Y quién le ha dicho que aquí hay un laberinto?
-        - Lo dicen los Libros Sagrados y estos no engañan.

El habitante de la cueva se sentía esa mañana comunicativo. No todos los días tenía oportunidad de charlar con un ser inteligente. Echó mano de su verborrea escondida y contó con todo detalle las características de aquel peculiar oasis en las puertas del  desierto de Judea. Animado por la incontinencia verbal del extraño personaje, Ibrahim quiso saber si este le ayudaría a salir de aquella cueva, conduciéndole por el laberinto, para poder llegar a su amada Jerusalén.  A fin de  ganarse su confianza el náufrago le contó la odisea de su familia en países lejanos y de todos los avatares que habían pasado hasta poder regresar al hogar de sus ancestros.

Y confesión por confesión, el hombrecillo le hizo saber que su nombre era Isaac y que vivía  recluido en la cueva  desde que su amada Sara fue tragada por las mismas aguas que hoy lo habían traído a él  hasta aquí…
Y que en memoria de su amada juró que no abandonaría esta orilla hasta que el mar que se la llevó se la devolviera otra vez. Esta era la razón por la que cada mañana cruzaba  el laberinto. Le animaba  la esperanza de verla aparecer deslumbrante  en la proa de un barco blanco.

Isaac siguió abriendo su corazón al forastero, pero este sólo quería saber si contaría con su ayuda para abandonar la cueva. Dejó que terminara de narrar el último de sus delirios y enseguida le planteó la pregunta:

-        - ¿Me ayudarás a salir de la cueva y a cruzar el laberinto?
-      -   Eso, amigo, depende de ti.
-       -  ¿De mí? – cuestionó Ibrahim intrigado.
-        - Sí, sí. De ti. Escúchame bien. El laberinto tiene cinco puertas que hay que encontrar. Para acceder a cada  puerta debes superar una prueba que yo te pondré. Cada prueba superada será un avance en la búsqueda de la salida.
-       -  ¿Y si fallo en la realización de una  prueba? ¿Qué me pasará?
-       -  Que te quedarás solo en el laberinto intentando buscar, sin mi ayuda, la salida. Yo te conduciré hasta que tengas un fallo. Si cometes error, por ejemplo en la tercera prueba, yo me retiraré y tendrás que seguir tú solo – sentenció Isaac ante el estado de incertidumbre que la explicación había creado en el náufrago.

Ibrahim no podía imaginarse qué tipo de pruebas serían esas, pero pronto lo comprobaría.
  Pasada la noche Isaac despertó al náufrago para comenzar el juego que le llevaría a la libertad o al olvido en los vericuetos de aquel temible laberinto…

María J. Llanos.


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